El precipicio

Escrito el 11/04/2024
Gorka Fernández

Para quien me conoce, sabe que tanto mi actividad profesional como mi militancia política se alinean en la generación de debate, en la construcción de marcos mentales que permitan ya no solo avanzar cotidianamente, sino conceptualizar e implementar nuevos valores morales e ideológicos. La razón no es otra, aparte de mi propia convicción personal, que en el tiempo que ha tocado vivir encuentro una izquierda rota, desestructurada, en algunos casos amortizada y, sobre todo, envuelta en una crisis de identidad.

La consecuencia directa de esta crisis de identidad es que el eje ideológico progresista se adelgaza, y las posiciones conservadoras, liberales, neoliberales y ultraconservadoras, copan los espacios, los discursos, incluso las palabras. Esto, por todos sabido, es la derechización de la sociedad: jóvenes más machistas y reaccionarios, alternativas políticas más centralistas que, para armarse, desarman y un trasfondo de orfandad ideológica que, siendo sinceros, asusta.

Vivimos el tiempo del pragmatismo, de la supervivencia política. Mire donde se mire —salvo quizá, honrosas y diminutas luces en la penumbra— se aprecia la hegemonía del ruido, el cortoplacismo y el defecto, nunca corregido, del electoralismo, de fiarlo todo a la justicia de las urnas.

El pensamiento detrás de este modo de campaña no es otro que el intento fútil de cambiar la correlación de fuerzas, algo totalmente imposible tanto por la vía simplemente del voto como por la tibieza sobrevenida de los discursos, el poco alcance de las políticas a desplegar y la aún menor convicción con la que se despliegan.

A su vez, esta izquierda adelgazada convive con los hijos del monstruo que nunca enterró: los poderes judicial y mediático convergen en los peores vicios del trumpismo, tintados de un fascismo indisimulado; los grupos de presión del capitalismo depredador, nietos de los prebostes y engranajes del caciquismo nacional; la estructura de un Estado en el que solo se cambiaron los carteles de los edificios y el color de los uniformes; los derechos dinásticos perpetuadores de un régimen inherentemente antidemocrático y corrupto. En definitiva, el resultado de algo que en este país somos especialistas: hacer las revoluciones a la mitad.

El resultado de todo esto es que nos encontramos ante un precipicio, algo que el economista Juan Torres definió en una conferencia como una catástrofe de dimensiones civilizatorias. En una columna que escribí hace ahora un año (Construir futuros sobre ascuas) decía que «Las ascuas de aquellos fuegos jamás apagados continúan quemando las instituciones desde debajo de las alfombras, haciendo pasar por buenas aquellas tácticas y alocuciones que, de ningún modo, pueden entenderse como democráticas» al tiempo que «la altura de miras y el desafío frente a esta ola reaccionaria no parecen ir de la mano en unos momentos en los que la miopía, la exaltación y el bienquedismo priman por encima de los intereses comunes».

Y es que de intereses comunes va el asunto. Muchas cosas se están vistiendo últimamente como garantes del interés común, cuando sólo son de una mayoría —esta es una enorme equivocación de época—, o, mucho peor, sólo de la minoría que las promueve. Continúa aquel artículo en esta línea: «Más aún cuando el común, ese pueblo, sólo es apreciado como objeto, como fuerza electoral, aún si con los cortoplacistas comportamientos propios se dinamita cualquier posibilidad para los de abajo». Y es que los planteamientos políticos pragmáticos, las defensas numantinas de las propias posiciones, la mirada refractaria y unipolar de una realidad prismática, no permiten siquiera pensar que lo que se hace no solo no es avanzar, sino que es dar al contrincante —esa derecha voraz— más espacio para crecer. Espacio que habrá que conquistar a la batalla.

Este es el precipicio, más allá del desierto que algunos analistas con orejeras pronostican que trae el tan pretendido cambio de ciclo. Alternativas de cambio existen, iniciativas para ir más allá de la defensa y pasar a la ofensiva ideológica y cultural, movimientos para remover conciencias al tiempo que las bases fundacionales de un sistema que ya no hace aguas, sino que se hunde con todos dentro. Solo queda dejar de pequeñas peleas que emplean nuestro tiempo, energía y espacio, y disponerse en verdaderas herramientas de alianza, con lealtad, visión y generosidad, tres elementos que, por escasos, son preciosos.