Leer la historia

Escrito el 29/12/2023
José Campanario

La frase de que la historia la escriben los vencedores es atribuida a varios pensadores, Walter Benjamin, George Orwell, Winston Churchill…, y no puede ser más lapidaria, a pesar de su laconismo: son los vencedores los que imponen sus criterios para que la en la posteridad resplandezca su nombre y el de sus descendientes, obviando los logros del enemigo. Esto, entre otros casos de nuestra historia, quedó muy patente con las inscripciones en los techos del Alcázar de Sevilla, donde Isabel la Católica se encargó de que fueran borrados, tal vez sería más acertado decir que arrasados, los escudos de armas del muy odiado por su familia Pedro I de Castilla, a fin de que la rama bastarda de Alfonso XI de Castilla de la que ella era digna descendiente, apareciera como la única y legítima heredera del reino castellano. Sería interesante, aparte de justo, analizar a fondo la figura del vilipendiado Pedro I de Castilla, injustamente conocido por mal sobrenombre como El Cruel. Al igual que posiblemente merecerían un trato distinto al de Católicos, Isabel y Fernando, de los que posiblemente quedaría en evidencia su «gran logro» de la unificación de España (término bastante reciente, por cierto).

El secreto para leer correctamente la historia, deberíamos tenerlo muy presente, es saber interpretar lo que, entre líneas, se ha escrito por los cronistas oportunos, u oportunistas, que de todo ha habido en nuestros tiempos pretéritos, y mucho más de lo segundo.

Centrando el discurso de este relato en la historia de nuestro país, y su «agradecimiento», al Imperio Romano, deberíamos tener en cuenta algunas consideraciones previas: todos los imperios se basan en la conquista de territorios para esquilmar sus riquezas, oprimir a sus habitantes y enriquecer a una minoría privilegiada que habita la metrópoli. Situados en estos parámetros, podríamos analizar, con toda brevedad, qué supuso para Iberia, la invasión de los romanos.

Lo primero es considerar como una invasión en toda regla, lo que la «historia oficial» ha denominado con el rimbombante dicterio de «romanización».

La aniquilación por los romanos de todo vestigio de civilizaciones ibéricas existentes, con niveles culturales, sociológicos y artísticos muy superiores a lo conocido en el entorno geográfico, como están demostrando descubrimientos arqueológicos recientes, nos puede reafirmar en la idea ya expresada anteriormente, de que la historia la escriben los vencedores. El reino de Tartessos existía y gozaba de gran prosperidad, paz y bienestar de sus ciudadanos, unos estamentos de estabilidad sociológica desconocidos por civilizaciones que vinieron después a Iberia y una cultura y conocimientos científicos que superaban con creces a los invasores. Tal vez las tribus más conocidas eran los turdetanos, auténticos maestros del urbanismo, de la cerámica, la joyería, el telar y la poesía… y por supuesto en el conocimiento del universo. Por tener tenían incluso una gramática y una lengua que aún no hemos sido capaces de entender ni de interpretar, a pesar de nuestros grandes alardes técnicos.

La historia pasa, los vencedores la escriben… y se les escapa algún que otro detalle. Como por las técnicas usadas por los ejércitos romanos con los vencedores: sabido es que delenda Cartago est, frase atribuida a Publio Cornelio Escipión en el Senado Romano, significaba que habían sido pasados a cuchillo todos sus habitantes, incluyendo niños y mujeres, y que fue arrasada la maravillosa ciudad cartaginesa aplicando todos los elementos posibles, incluyendo el sembrado de sal, para su desaparición. También olvida la historia la crueldad suprema de la muerte por crucifixión, pena habitual empleada por Roma para los que osaban desafiar la autoritas y el sometimiento al Imperio.

No, no eran recibidas como salvadoras, ya que no tenían que salvar a ningún ibero de nada, las legiones romanas, por mucho que César, Catón, Cornelio, Dionisio de Halicarnaso, Eutropio, Tácito y toda la extensa nómina de escritores latinos se empeñaran en cantar, lira en mano, las bondades de los legionarios y el exquisito trato que daban a los bárbaros en sus conquistas. La realidad era muy distinta: las gladius cumplían sobradamente con la función que tenían consiguiendo el «respeto», en la mayoría de los casos, de la población sometida. Una población, por cierto, en inferioridad de condiciones para defenderse, puesto que la sociedad turdetana era una sociedad pacífica.

No se entiende el «agradecimiento» hispano al Imperio Romano cuyo objetivo principal era arramblar con nuestros minerales, aun a costa de destrozar el paisaje, la foresta y los recursos ganaderos de los habitantes de Iberia, y con el único propósito de enriquecer a la nobleza romana, los patricios. No sólo nos dejaron paisajes apocalípticos en las Médulas, también los arrasaron en Galicia, en Asturias, en Andalucía, etc., quedando cicatrices que no se han conseguido cerrar ni siquiera tras más de dos mil años.

Algunos argumentan la herencia dejada en forma de grandes construcciones civiles, acueductos, calzadas, foros, termas, cloacas, etc. que son mudos testigos del paso del Imperio Romano por nuestro solar ibero. Si tenemos en cuenta que esas carreteras, o calzadas, como mejor se entienda, tenían por finalidad llevar mercancías caras y deseadas a la Metrópoli, entenderemos el dicho, por aquello de la confluencia, de que todos los caminos conducen a Roma. Los acueductos no eran más que construcciones para abastecer de agua los grandes asentamientos romanos, en la mayoría de los casos campamentos militares donde residían tropas y jefes, acompañados de sirvientes, sobre todos esclavos que les hacían la vida mucho más cómoda a los «ciudadanos» y a los milites romanos. Los foros, las termas, los circos, los teatros, etc. cumplían los cometidos propios para completar el bienestar de los romanos, y los arcos de triunfos, una forma de recordar a los habitantes de los territorios conquistados, quienes eran los nuevos dueños y señores del lugar.

Tan sólo cuando el Imperio comienza a decaer, los derechos de los “ciudadanos” romanos se extienden, generosamente, a las clases altas de los dominados, en un intento desesperado de las clases nobles por mantener los privilegios. Algo que se ha repetido, por cierto, a lo largo de la historia en todas las civilizaciones.

La logística, ciencia empleada a fondo por los romanos, era la reina de las razones para construir, por cierto con mano de obra esclava, los medios para llevar mercancías caras, exquisitas y a precios razonables, a la metrópoli. Para nada había intención de mejorar las vidas de los sometidos a la maza romana.

Habría que analizar por qué tenemos en esa alta consideración de benefactores a los que tal vez hayan supuesto uno de los imperios más crueles, explotadores y elitistas de toda la historia y cómo consiguieron durar más de cuatrocientos cincuenta años. La verdad objetiva es que no hay muchas diferencias entre el Califato Omeya, El Imperio de Alejandro Magno, el Impero Otomano, el Imperio Español y el Imperio Inglés, por poner algunos casos. Bueno tal vez sea el Imperio Inglés, creador de la infamia de la leyenda negra contra nuestro país, el que más similitudes tenga con el Romano por sus comportamientos de crueldad, clasismo y explotación de los dominados, y si no que se lo pregunten a los indios siux, cheroquis, pies negros, apaches… ¡o a los indúes!