Siete revueltas, siete espadachines

Escrito el 22/09/2023
José Campanario

La noche parecía presentir el desenlace de aquella partida. Tanto tahúr suelto, con la bolsa vacía, no presagiaba nada bueno. Y eso que la taberna del Cojo estaba llena hasta rebosar. Buen vino, poco aguado, tiras de bacalao y una caldereta de cochino, «prohibida para los que no sean cristianos viejos», rezaba al lado de la pizarra dando una nota propia de ese humor, rayando la provocación, de la gente de Carmona.

Calle Siete Revueltas, en Carmona
Calle Siete Revueltas (Carmona) | Gerónimo Santana

El Cojo, ya había ido en más de una ocasión y otro par de veces le había ordenado al que le ayudaba tras la barra, para que en la mesa del rincón todo fuera «como Dios manda». Los dos forasteros, embutidos en gruesa capa de lana no le daban muy buena espina. En eso coincidían los alguaciles

—El Cojo tiene buena vista; no podrá correr, pero ve lo que pasa a más de una legua —había comentado el jefe del cuartelillo en más de una ocasión al recibir aviso de que podría haber problemas con algún que otro viajero—. Si el Cojo avisa, no cuesta nada estar precavidos, apostarse cerca de su taberna y vigilar a los que salgan.

Gracias a los chivatazos del tabernero, habían conseguido recuperar más de una bolsa, enviando al ladrón a dormir un par de días a la mazmorra, tras una tanda de doce latigazos, y evitar duelos por temas de juego.

Sevilla ardía durante la noche y en cada recodo del Arenal podía estar acechando algún pícaro, ora para rajar el bolsillo y acurrucar la cartera de algún comerciante, ora con la navaja abierta presta a buscar el calor de las tripas para cumplir el encargo de un marido engañado. Era tal la cantidad de filibusteros que buscaba fortuna,

En la mayoría de las ocasiones de manera no muy lícita, que los menos agraciados, o los menos hábiles, huían a las villas cercanas en busca de la suerte que no encontraban en la capital. Y Carmona estaba cerca, muy cerca de Sevilla. Por eso, era frecuente que los amigos de monipodio hicieran aparición, con más frecuencia de la deseada, por sus tabernas y rincones oscuros durante la noche.

—Si ves que hacen trampas con los naipes, me lo dices porque lo más seguro es que la cosa acabe en duelo— el Cojo insistía a su ayudante para que vigilase especialmente a los dos truhanes sentados en la mesa del rincón.

Con la excusa de ver si querían más vino, Romualdo, que así se llamaba el ayudante del Cojo, se acercó con una jarra en cada mano.

—Señores, ¿más vino? Llevan ustedes mucho tiempo jugando y no es bueno que el gaznate se reseque. —dijo con gracejo mientras dejaba las dos jarras, una a cada jugador, sobre la mesa.

El Cojo pudo ver como Romualdo volvía sin demora a la barra y le hizo un gesto indicándole que quería hablar en secreto con él.

—Uno de ellos tiene tres cartas en la bocamanga del jubón —confesó al Cojo—. No creo que tarde mucho en estallar la bronca acusando al contrincante de hacer trampas.

El tabernero, salió a la calle, llamó a un zagal que le solía hacer los recados, y le dijo algo al oído para que nadie pudiera escucharlo. El zagal salió, como si le fuera la vida en ello, corriendo a toda prisa hasta llegar al cuartelillo. A los cinco minutos estaba una patrulla de alguaciles apostada frente a la taberna del Cojo.

No habían errado en sus cálculos ni el Cojo, ni Romualdo.

—¡Está haciendo trampas vuesa merced! —gritó el jugador al otro tahúr— No puede haber más que cuatro reyes en la baraja y si yo tengo dos vuesa merced no puede tener tres.

El acusado, un hombretón de casi dos varas y cuarto, se levantó, cogió el sombrero con calma, echó hacia un lado su capa negra mostrando su generosa humanidad y dejando al descubierto la empuñadura dorada, aunque un tanto oscurecida, de su arma.

—Si vuesa merced tiene el suficiente valor, me lo repite ahora mismo donde nadie nos moleste y ponemos en claro la cuestión.

El acusador también se levantó del banquillo donde estaba sentado y, aunque algo más bajo y delgado, no pasaría en mucho de las dos varas, hizo el mismo gesto con su capa dejando al descubierto una ropera de hoja fina y una daga de vela. No era un iluso, sino que se trataba de un profesional como su retador.

—Por mi parte no hay ningún inconveniente en cortarle una oreja esta noche a un tramposo—sonaba firme y retadora su voz.

Ambos se dirigieron hacia la salida, seguidos cada uno por otros dos acompañantes del mismo aspecto de los protagonistas del duelo, que se presumía casi inmediato. Al ver la salida de la comitiva, los alguaciles que estaban apostados en la acera frente a la taberna, salieron de la sombra.

—Les recuerdo a sus señorías que está prohibido el duelo— dijo el jefe del corchete a los dos hombres que caminaban uno al lado del otro seguidos por sus valedores— Si suena un solo golpe de acero, duermen ustedes seis esta noche en la cárcel y mañana, con la fresca… están colgados a la salida de la Puerta Norte para regocijo de los buitres.

—No hay ninguna controversia agente, vamos amigablemente para disfrutar de una buena jarra de vino del Aljarafe, acompañada de cabrito, al mesón del Molinero— la sonrisa ensayada acompañó la frase del truhán más alto.

—Nos hemos conocido esta noche y queremos sellar nuestra amistad y camaradería—corroboró el otro tunante con el asentimiento del resto de la compañía.

—¡Loables propósitos! Pero para no molestar con la charla a los vecinos que duermen, mejor que se separen. Así que ustedes tres bajen por esta calle y el resto, o sea sus mercedes, bajen por aquella que es paralela— les indicó a unos la calle que bajaba de la Plaza de Arriba en dirección a la Puerta del Alcázar de la Reina y a otros, la que saliendo a la izquierda, llegaba también al mismo punto—. El mesón del Molinero se encuentra frente al Alcázar de la Reina y todavía pueden llegar a tiempo de tomar el refrigerio. Luego me pasaré bien acompañado, para ver al Molinero, amigo personal mío— dejó caer el jefe de los alguaciles a modo de advertencia.

Los truhanes aceptaron, al menos hicieron el paripé, y cada grupo tomó por donde les indicó el jefe de la cohorte de alguaciles.

Tenían entre ceja y ceja su objetivo el grupo de maleantes: las ofensas de juego hay que lavarlas de inmediato y el ofendido, a pesar de ser un tramposo empedernido, debía velar por su «fama» de limpio en el juego y no crearse el sambenito de jugador de ventaja, algo inaceptable en los ambientes del hampa.

—Un poco más adelante, casi frente al convento de Santa Catalina, sale una callejuela por donde podemos salir al paso a esos pardillos— el acompañante del retador conocía la ciudad ya que era habitual visitante por asuntos de “negocios”.

Asintió el retador y en cuanto estuvieron a la altura del callejón que llamaban Siete Revueltas, el trío se adentró buscando la complicidad de la oscuridad de la noche.

—Acércate a la salida y cuando los veas acercarse, le dices a mi adversario que estoy esperándolo aquí si tiene valor.

Así lo hizo el mandado. En cuanto estuvieron cerca los otros tres truhanes, se dirigió al retado para darle el encargo.

—No sólo acepto de buen grado sino que ahora mismo te acompaño para darle una buena estocada a ese parlanchín al que se le va la fuerza y el honor por la boca.

Así pues, se encontraron frente a frente los dos duelistas en un pequeño ensanche que hace el lugar conocido como Siete Revueltas.

—Una cosa debe quedar clara: esto es sólo cuestión de nosotros dos, los que nos acompañan no deben intervenir en ningún momento.

—Me parece muy bien—aceptó el otro maleante—. Pero una cosa exijo: el duelo es a muerte. El que caiga, una vez rematado, será abandonado por todos para no cargar con culpa alguna y esquivar el peso de la ley.

Una vez establecidos los términos del duelo, ambos se desprendieron del sombrero, enrollaron la capa alrededor del brazo izquierdo, como era costumbre para salvaguardarse de cortes y desenvainaron las roperas y los puñales de vela. No tardaron mucho los acompañantes en saltarse las reglas de los duelos. En cuanto los aceros de los retadores intercambiaron los dos primeros golpes, los cuatro hampones restantes sacaron sus espadas y puñales dispuestos a participar en el baile a muerte.

—Un hombre de honor no puede permanecer impasible mientras su camarada se juega la vida— dijo uno de los tahúres al que el olor de la sangre le atraía sobremanera.

Así, la refriega se convirtió en un duelo en el que tres parejas luchaban entre sí, buscando la muerte del enemigo a cualquier precio. Al poco, como era de esperar, se creó una situación de ventaja: uno de los acompañantes resbaló y fue herido en el pecho por el acero enemigo, a toda prisa el que había clavado su estoque, remató con el filo de su daga cortando limpiamente y sin miramientos el cuello del herido para, sin perder un instante, situarse detrás del que luchaba con otro de sus compinches y ensartarlo por la espalda.

—Otro menos —gritó mientras rebañaba el gaznate del segundo caído.

—Estás en desventaja, ¿te retiras como un miserable cobarde que es lo que eres, o sigues la lucha?— preguntó el retador a su enemigo.

—¡Hasta la muerte!, que ya conseguiré que alguno me acompañe— dijo el retado apoyando su espalda sobre la pared del callejón, esperando la acometida de sus adversarios y montando guardia para contrarrestar el ataque con su ropera y su puñal, mientras desplegaba la capa a modo de escudo para golpear al que osara ser el primero en acercarse.

Se equivocó el maleante que había quedado sólo frente a los tres enemigos: fueron dos los que atacaron al unísono y por el costado, por lo que sólo tuvo tiempo de ensartar a uno de ellos en la barriga mientras el estoque del otro atravesaba su vientre saliendo por la parte de atrás.

—Al menos me llevo uno— dijo en el último estertor antes de que, de un solo corte, su cuello se abriera con el filo del puñal de su adversario.

En el suelo quedaron los tres truhanes, moribundos, sin fuerzas para levantarse y luchar por la vida, esperando la pronta llegada de la dama de la guadaña, mientras los dos que habían resultado ilesos recogían a su compañero herido, al que taponaron la herida con un trozo de capa de uno de los caídos, para salir huyendo y evitar la horca.

La mala fortuna hizo que al girar de la cuarta revuelta, el trío de delincuentes se encontrara con un joven que vestido con sus mejores galas, acudía a rondar a su amada. Los tres se miraron y antes de que se acercara y pudiera preguntar algo el recién llegado, apoyaron al herido en el quicio de una puerta y sacaron sus armas.

—¡Mala suerte amigo! No podemos permitirnos que haya un testigo de lo que ha pasado aquí—dijo uno de ellos sacando los aceros de sus fundas.

El joven, al verse amenazado y a pesar de no tener nada contra nadie, hizo lo propio sacando su espada, aunque tan sólo era una espada de vestir. No cabía otro final: la desigualdad entre los luchadores, unos expertos y además doblando en número al adversario, acabó pronto el desenlace lógico: el joven acabó ensartado por dos aceros a la vez.

—Remátalo para que no sufra— indicó, en un rasgo de compasión, el más alto de los truhanes a su acompañante que rebanó el cuello del caído para que se asfixiara y fuera más corta su agonía.

Desde la ventana, sin que los delincuentes se hubieran percatado, dos ojos aterrorizados observaron todo el duelo y el asesinato del recién llegado. Era su amante, una mujer joven, casada por conveniencia con un viejo comerciante y que la noche anterior se había entregado al apuesto caballero. El joven que acababa de caer, dejó clavada su mirada en la puerta trasera de la vivienda por donde la noche anterior, aprovechando la oscuridad y el silencio nocturno, había entrado para gozar del calor del cuerpo de su amada y saborear los labios que se le ofrecieron con generosidad.

La mujer, por conservar su honor y el de su marido, guardó silencio cuando a la mañana siguiente, una pareja de alguaciles llamó a su puerta para preguntar si había visto o escuchado algo de lo sucedido durante la noche.

—Tres desconocidos, sin duda hampones, y un vecino del pueblo que tuvo la mala suerte de encontrarse la sangría—indicó la pareja al jefe de alguaciles cuando les pidió que le informaran de lo que había pasado durante la noche en las Siete Revueltas.

Desde entonces, dicen algunos que han visto cómo cada noche acude el desafortunado enamorado, calando su sombrero, envuelto en su capa y la espada ropera a la cintura, para visitar a su amada, por ver si le abre la puerta trasera y pasar la velada entre sus brazos. Cierto o no, se pueden ver en ocasiones las señas de la lucha, arañazos en las paredes causados por los aceros de los contendientes en el duelo, que a pesar de ser tapados por los vecinos, vuelven a salir a la luz con insistencia.